lunes, 10 de agosto de 2009

La pecera

Capítulo VI.




Son las 6 de la tarde. Hora en que el sol llega al checador de la vía láctea y se marcha para tirarse sobre la cama negra de la noche. Los pájaros comienzan a acomodarse en sus nidos. Es la hora para emprender el viaje hacia los sueños. Ya el barquero ha desnudado las amarras de nuestra vida cotidiana. Allá nos esperan los cielos rosados y planchados. Querido radioescucha usted ha penetrado al mundo de Cadenas de amor, donde el amor se paga con el sufrimiento y el corazón se desangra.




-¿Qué quieren infelices? Los oí venir desde que venían lejos. Ahora sí traigo con que pesar sus palabras. A ver quién se atreve a cruzar por esta puerta.


Don Seferino descansaba sobre su litera. Los días de siembra le pesaban en su ya molida espalda. Sólo reposaba unos instantes para engañar a su cuerpo con la promesa del descanso. Sus miembros curtidos se habían acostumbrado, como los cactus, a funcionar con lo poco que había. Ya se estaba parando cuando escuchó el trote de dos caballos en hora poco inusual para las visitas. Hombre de monte acostumbrado a agazaparse en algún matorral al asecho, el instinto activó un interruptor y una corriente eléctrica fluyó por su brazo para tomar el arma que estaba a su lado. Se persignó y salió corriendo hasta la entrada. Las zancadas de los caballos tragaban a bocados el camino que faltaba. El hombre viejo tenía que forzar al máximo sus músculos para conseguir llegar antes que ellos a la entrada. Desde la casa pueden verse las crines de las bestias ondear en el aire. Ya rozan el viejo abedul cuando el viejo los divisa y apunta con la mira. Tiene el arma apoyada sobre una reja. Afila la vista, los fija en su campo de visión. Un instante solo, el tiempo coagulado se detiene, un solo segundo, una víbora se arrastra y se pierde entre la arena, la noche se hace más negra, un solo instante y el mundo vibra, un mundo efervescente en ese parpadeo, el dedo en el gatillo y dispara.


-Creíste que pondrías la asquerosa pezuña de tu animal infernal. Entiendan que estas tierras no se venden. Ustedes no han traído mas que miseria a este pueblo. Es hora de regresarle la esperanza a la gente. Malditos ladrones. Siendo la noche mi testigo silencioso acabaré con ustedes.





Mientras tanto en Osco las metralletas eran disparadas sin objetivo preciso, inundando el rancho de una lluvia cada vez más habitual pero que ya no regaba la vida, sino que la iba secando a fuerza de plomo y sangre. Ahí en medio de esa lluvia, Alta Gracia, se olvidaba del estruendo de la guerra y los gritos de quienes se apilaban como cerdos degollados en el piso. Con una ternura propia de quien toca el terciopelo acariciaba el rostro de Juan y lo bañaba de luz de sus ojos esperanzados, llenos de amor, de un mundo que desmentía al cotidiano. La vieja le susurraba, suspendida en el candor de la inocencia del niño que le mordía el dedo, canciones que recordaban las noches incendiadas de grillos y cigarras que arrullaban su sueño, acariciado por sus manos tiernas de muchacha.


Juan cortó con sus moribundos párpados la ternura de esa madre bruñida por el rencor y la venganza, pero que por amor había cambiado esa piedra pesada y desfigurada que le apretaba el corazón en una habitación humilde, mantenida en orden con las actividades diarias que como una columna férrea sostenían los días olvidados del mundo de la guerra en el que Juanito jugaba y escuchaba la tarde colorearse de notas de ensueño que olían a madera mojada, al fuego que llevaba la materia a su éxtasis para luego extinguirla.


Un grupo de hombres vestidos de negro, anónimos, zapatos bien lustrados, marca de la corrupción generalizada y autómata, ciega a su único impulso de poder, rodean a la vieja. El jefe puede distinguirse únicamente por la abertura intencional en la manga derecha que deja descubierta una cicatriz gruesa y dilatada como una oruga. Pisa la mano de la anciana y logra desprender los dedos que se habían hilado entre sí como la prenda que lentamente va tomando forma. Juntos como los recuerdos que teje la mente al cruzar de los puntiagudos días.


La vieja no lo entiende pero súbitamente despierta en ella un sentimiento sepultado tiempo atrás. Desprende el plástico de las extremidades del pasador que lleva en el pelo mientras el jefe la mira con satisfacción esperando la corriente súplica de sus víctimas.


-Quítate la máscara quizá me acuerde de ti y pueda contarte de cuando todavía tenias rostro y nombre…Es mi hijo. No ves que se muere, se le cierran los ojos.


-Qué me importan a mi todas esas palabras. Suéltelas vieja. Y suelte también a ese cuerpo que ya apesta. Todo el pueblo apesta a muerto. Huélelo anciana.


Y el jefe toma a la vieja de los cabellos y la hunde en los restos de un cuerpo ya en descomposición. Como quien huele una rosa el jefe inhala y exhala con una mueca cínica.


-Es el futuro. ¿Que no ves? ¿No lo presientes anciana estúpida?


Y al tiempo en el que abarca con su mirada el espectáculo de muerte.


-Hoy empieza un nuevo mundo. Sin hombres enfermos de dudas y angustias. Esa enfermedad de los débiles. Esa telaraña que asfixia el alma. Yo no voy a ser la presa fácil abuela. Como usted momia disecada de rencor. Quieta de miedo. Huele como se hace otra vez polvo tu orgullo cobarde. Ahora sólo quedamos los que podemos defender por nuestra cuenta cada uno de nuestros pasos. Suelta ese cuerpo vieja terca.

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