viernes, 4 de diciembre de 2009

Tópica

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Estiro las manos. Me encuentro sentado en el asiento número 21 en un camión que atraviesa todo el país. Los camiones siempre me han parecido lugares afines a la poesía. ¿Qué digo? A la escritura, pues. No sé si eso tenga que ver con que cuando aún cabía en los brazos de mi madre sólo conseguía tranquilizarme cuando caminaba.


Detesto la velocidad y casi se podría decir que el movimiento. Cuando tuve patineta nunca conseguí una velocidad que por los menos despertará mi interés. Siempre temí caerme entre que quedaba apoyado sobre un solo pie y con el otro me impulsaba. La bicicleta sí conseguí domarla aunque he de confesar que hay un hecho que quizás pueda arrojar más sombra a la ya de por si existente. Viví, de chico, rodeado de alambradas. Por metonimia quien lo desee podrá llegar fácilmente a los brazos de mi madre, a las cartitas de declaración, a la escritura o a mi hábito de escritura.


Por eso me gustan los camiones. Al darme la ilusión del movimiento suscitan revoluciones en mí que no podría darme ninguna droga. Ni pensar que en mi incubadora podría conseguir eso que llaman inspiración. Ignoro la razón por la que puedo imaginar historias enteras. En esas horas las palabras suceden a las oraciones, éstas a los grupos de ellas. En el camión se despierta el instinto comunitario de mis frases.


Siempre que me harto trato de hacer un viaje a donde sea. Pero el movimiento, como dije, es sólo una ilusión. Tan sólo basta cerrar los ojos para caer en los mismos sueños de siempre, los mismos personajes, las historias trilladas. Pero si algo aprecio de mi vida onírica es que sólo ella consigue un sentimiento de cierta religiosidad en mí. Creer que algún día dejaré de soñar con los lugares de los que apenas me acabo de safar me obliga a por lo menos plantearme algunas interrogantes sobre mi vida mundana.

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